79. El vacío

Ella es alta y tiene el pelo rubio oscuro cruzado por algunas canas. Usa una pollera corta, una musculosa y balerinas negras y un bolso amarillo mostaza colgado del hombro derecho. Se sientan a la mesa de un bar, en una terraza, mirando hacia La Placita, que está a una cuadra, y ella extiende las piernas, cruza los pies y enciende un cigarrillo. Todavía fumo ¿sabés? Poco, pero fumo. Y me gusta hacerlo en momentos como este, en el que lograste que no pensara en nada malo, en ninguna de esas cosas que me provocan un poco de angustia... Puedo hablar de mi madre horas sin ponerme mal. Incluso puedo hablar de la muerte de mi padre sin que me signifique nada tortuoso. Al contrario. Pensaba recién que a lo mejor, entre nosotros, que no nos conocemos, es necesario que lo haga. No porque por eso me vayas a conocer mejor sino porque son huellas que la vida nos fue dejando y que han hecho de nosotros el reverso de lo que somos. Pero ya sin rencores, ni con los hechos ni con los protagonistas. Entonces me digo que es un buen momento para tomar un café y fumar un cigarrillo. Si estuviera en casa y sola a lo mejor me haría un porro y fumaría un poco de marihuana. No sabés cuánto me gusta mirar películas un poco fumada, dice ella, y él siente que han entrado en contacto, ella y él, a través de una red no sólo invisible sino sobre todo secreta y que se han reunido en un punto concreto, tangible, uno de esos puntos que hacen del vacío el mejor lugar para refugiarse de los estragos que esperan en casi todos los caminos. Ella dice todo lo que dice y sonríe, y él le mira las piernas, el pelo, la boca cuando fuma, las manos, y piensa que este es el momento justo para ponerse a salvo de esta mujer o de aceptarla para siempre. Las historias de amor se escriben solas.

Casa de Té en el Pasaje Dauphine (París)

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