36. Anexos

Pero sobre todo hay una cosa en la que no quiere volver a pensar: en el parecido que creyó ver hace un rato cuando se vio al pasar en uno de los espejos del bar, un parecido fugaz y sin embargo intenso con algún rasgo de su padre, un hombre con el que estuvo en contacto casi siempre, aun cuando desde los seis años no vivió con él, y al que le resultó imposible conocer.

Por eso una inquietud ya parecida al malestar comienza a carcomerlo en la espera y se pregunta, como si la pregunta fuera lógica o inexorable, qué hace ahí.

Cuando se vieron por primera vez la mujer que debería estar por llegar a ese antiguo café saturado de una historia a la que casi nadie le presta atención, en la esquina de Callao y Lavalle, enfrente del Colegio del Salvador, ella tenía veinticinco años y estaba separándose de un hombre con el que había tenido una hija y que después de la separación se iría a vivir a Máxico. Tenía, ella, además, un hijo de ocho años que había nacido cuando estaba en la escuela secundaria. Era una chica dura y dulce, la mujer que ahora él espera, entonces, y estaba todavía lejos de la fama que unos años después tanto bien y tanto mal le haría.

El comedor de la escuela primaria en el Salvador tenía largas mesas de mármol y bancos sin respaldos a uno y a otro lado de las mesas, bancos en los que cabían cuatro alumnos. Había jarras de agua y paneras y vasos sobre el mármol de las mesas y los ayudantes de cocina les servían la comida. Los alumnos podían hablar durante el almuerzo siempre y cuando no cometieran faltas. Una de las faltas preferidas por los alumnos era que los dos que se sentaban en cada uno de los extremos de los bancos comenzaran a hamacarse para que los bancos a su vez se hamacaran y más de una vez terminaran cayéndose hacia atrás. Entonces los curas hacían sonar campanillas que exigían silencio y ordenaban alguna penitencia: o suprimir el postre, o hacerlos comer sin hablar un par de días o dejarlos después de hora en penitencia marchando por alguno de los patios del colegio.

A pesar de que ella había sido una pésima alumna al principio se había destacado porque cuando empezó la escuela ya sabía leer. Su abuela materna, la poeta rusa Marina Andréyev, le había enseñado. Ella misma, a medida que fueron pasando los años, había aprendido sola a leer y escribir en castellano y si bien nunca dejó ni de pensar ni de escribir sus poemas en ruso se esforzaba por leer novelas en español y casi sin darse cuenta le había enseñado a leer a su nieta.

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