8. Los Galgos

Está sentado ahí, en ese bar antiguo, en la esquina de Callao y Lavalle, enfrente del Colegio del Salvador donde él hizo buena parte de la llamada escuela primaria, y ha pedido un café. Sabe que tendrá que esperar un rato. Diez, quince minutos o tal vez más. Echa la mitad de un sobrecito de edulcorante en el café y lo revuelve. En otros tiempos habría encendido un cigarrillo. Ahora no sólo está prohibido fumar en los bares: él, por su parte, ha dejado de hacerlo hace años. Y de pronto, de refilón, se ve reflejado en un espejo...
Nunca ha sido parecido a nadie. O él ha creído que no era parecido a  nadie, ni a su madre, ni a su padre, básicamente, y menos a sus hermanos. Es más, nunca ha entendido eso de los parecidos. Sin embargo casi todo el mundo le ha dicho a lo largo de la vida que era igual a su madre. Nada que ver con su padre pero sí con su madre. Él nunca se ha visto así.
         Sin embargo en este momento, en la figura que vio en el espejo, por primera vez cree ver en sus rasgos algo de su padre: el pelo escaso, o el bigote, o algo en la mirada.
         Por eso se queda inmóvil, con un cierto recelo mira... y sigue viendo, en el espejo, algo de su padre.
         Aborrece ver en él algo de su padre.
         Desvía la mirada.
         Toma el primer sorbo de café que no esta quemado, ni es flojo, ni demasiado fuerte: toma el primer sorbo de un café que está bien hecho, como si los más de setenta años de antigüedad del bar respaldaran la experiencia necesaria para hacer un buen café.
         Le parece, de todas maneras, que hoy ya es tarde para encontrarse parecido a nadie.


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