Está a punto de pedir otro café pero piensa que ella probablemente llegue en cualquier momento y podrían hacer un solo pedido. De esa manera él lograría, además, olvidarse de la tardanza de la mujer que él cree que es la mujer que más o mejor lo quiso en la vida.
Está en eso. Pero el pensamiento se le bifurca todo el tiempo: por un lado tiene recuerdos de ella que lo asaltan como una sucesión aleatoria de imágenes en muy diversas situaciones: una noche en la inauguración de una lechería cuando hace años se había puesto de moda abrir lecherías. Él la tiene a ella por la cintura y ella, vestida de negro y con guantes hasta las codos se ríe con clara felicidad. El local, en la calle Uruguay, se llamaba, le parece recordar, La Lecherísima y entre los invitados había muchos políticos. Por otro lado lo asaltan, sin descanso, imágenes del Salvador. Por ejemplo, cuando una tarde su división quedó castigada después de hora y los curas los hacían marchar por uno de los siete patios internos que tenía el colegio. Delante de él marchaba un pibe alto, flaco, rubio, alemán, algo así como Gerard Müller, que de pronto levantó un brazo y pidió permiso para ir al baño. No lo dejaron ir. Entonces lo que recuerda, él, ahora, sentado a una mesa del café Los Galgos, mientras espera la llegada de ella, es que poco después Müller comenzó a cagarse encima y que él vio entre el borde del delantal gris y las medias tres cuartos dos hilos de diarrea. Pero el chico no volvió a pedir permiso para nada.
Vuelve a pensar que si todavía fumara encendería un cigarrillo.
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