Camina como todas las mañanas por la vereda de avenida Sarmiento que flanquea el zoológico a lo largo de casi un kilómetro. Cuando se encuentra a la altura en que, enfrente, desemboca la avenida Colombia, con la embajada de Estados Unidos a la izquierda y la plaza Intendente Seeber a la derecha, ve, junto a un árbol, en la plaza, a tres cuatro muchachos y una chica. Están sentados en el suelo y junto a ellos hay un cuerpo: otro muchacho, caído, inmóvil, con una camisa a cuadros, jeans y zapatillas. En la calle, junto al cordón, hay dos patrulleros y los agentes se mueven con una cierta neutralidad por la vereda alrededor del grupo sentado en el suelo y del muchacho caído. Él, que se ha detenido, sigue caminando. Está borracho, piensa, o quizás en un coma alcohólico. Entonces vuelve a detenerse. Algo, no sabe qué, le ha llamado la atención. Piensa que debería cruzar y ver la escena de cerca. Pero no lo hace y vuelve a caminar hacia el Rosedal.
Todos los días él camina, más o menos a las ocho y media de la mañana, una hora. O, más o menos, cinco kilómetros.
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